¿Cómo gestionar el riesgo en un mundo poco normal?
Un buen docente es aquel que de alguna manera deja huella en sus alumnos. Lamentablemente, muchas veces esta huella no es la que a uno le hubiera gustado transmitir, sino que es fruto de un detalle, una frase que pronunciamos sin dar mayor importancia pero que cala en algún alumno en particular y por alguna razón concreta. Yo he impartido econometría muchos años al principio de mi carrera académica y me ha tocado explicar a mis alumnos que en economía las relaciones no son determinísticas, como en otras ciencias no sociales, sino que tienen un componente aleatorio que recoge todos aquellos factores del comportamiento humano que no sabemos explicar. Por ello un día en el que probablemente me encontraba bastante escéptico mencioné en clase que «todos somos aleatorios» y, curiosamente, uno de mis mejores alumnos (hoy es también profesor de economía) se quedó con dicha frase y me la recordó muchos años después.
Es cierto, vivimos en un mundo lleno de incertidumbres de diversa índole. Muchas de ellas se deben a factores exógenos que no podemos (o no sabemos) controlar. El que se trate de factores exógenos no implica que no tengamos que tenerlos en cuenta a la hora de tomar decisiones. Más bien lo contrario, debemos tratar de tener en cuenta esas posibles contingencias o escenarios y analizar la probabilidad con la que esperamos que ocurran para anticipar el resultado esperado de nuestras decisiones. Todo ello teniendo en cuenta toda la información disponible en el momento de tomar nuestras decisiones y analizando dicha información de forma eficiente. A esta forma de actuar los economistas la denominamos expectativas racionales y, si los agentes se comportan de esta manera, los modelos económicos obtienen predicciones curiosas sobre cuestiones tan importantes como el resultado de las políticas económicas o la eficiencia de los mercados.
Ciertamente, los mercados financieros son un buen ejemplo de la hipótesis de expectativas racionales, dado que los precios reaccionan instantáneamente ante cualquier información. Por ejemplo, cuando el gobernador del banco central anuncia subidas en los tipos de interés (por ejemplo, para tratar de controlar la inflación) los mercados suelen reaccionar con caídas. Y digo suelen porque el resultado depende de si el anuncio era ya esperado o, por el contrario, sorprende a los inversores. Si los mercados anticipan esa política probablemente ya lo habrán descontado en sus precios y no reaccionarán ante el anuncio. Esto se conoce en el ámbito de las finanzas como la hipótesis de eficiencia de los mercados. Esta hipótesis tiene una importancia capital, porque si se cumple implica que los precios de las acciones son impredecibles. En tal caso, los traders o especuladores no podrán batir al mercado y obtener beneficios de su actividad, salvo por pura suerte.
Si esto es cierto, ¿por qué se empeñan los bancos en vendernos la idea que ellos son capaces de invertir nuestro dinero y obtener rentabilidades extraordinarias? En el largo plazo, el precio de las empresas (y, por tanto, el valor de sus acciones) no debería ser distinto de la rentabilidad esperada por dividendos (beneficios) descontada por los correspondientes tipos de interés y prima de riesgo. Los fondos de inversión tratan de encontrar ventajas con sus estrategias de inversión y una forma de hacerlo consiste en buscar oportunidades en los precios de cotización teniendo en cuenta ese valor fundamental de las acciones. Otras formas de obtener ventajas se basan en tratar de anticiparse al ciclo económico y a los efectos de la política económica o, en el corto plazo, aprovecharse del hecho de que los precios tienden a su media (una propiedad habitual en las series económicas que se denominan estacionarias). Basándose en esta propiedad, y en el hecho de que los agentes económicos tienen aversión a las pérdidas, los traders tratan de analizar tendencias, canales, resistencias y soportes que les ayuden a predecir el precio de las acciones. Esto último es lo que se conoce como análisis técnico.
Todo ello son teorías muy poco sólidas para que confiemos nuestros ahorros en ellas, y si no que se lo digan a Robert C. Merton, un premio Nobel que llevó a la quiebra a un importante hedge fund (Long Term Captial Management). Lo cierto es que los precios de las acciones están cerca de ser un paseo aleatorio (algo así como el camino de un borracho) y son prácticamente impredecibles. Y no sólo esto, sino que además las variables financieras poseen un elevado riesgo. Un prestigioso profesor de econometría ilustraba la diferencia entre incertidumbre y riesgo diciendo que cuando uno hace salto de longitud hay incertidumbre sobre la distancia que uno pueda alcanzar, pero cuando salta de lo alto de un precipicio hay riesgo de que se rompa la crisma. Pues sí, las variables financieras presentan una alta volatilidad que tiene un comportamiento tipo cluster, es decir, en el mercado los periodos de alta (baja) volatilidad suelen ir seguidos de periodos de baja (alta) volatilidad. Es más, la distribución de los rendimientos de las variables financieras es claramente no normal, en el sentido de que los valores extremos (especialmente las altas pérdidas) se dan con mucha más probabilidad de aquella con la que se darían si fueran eventos de una distribución normal.
La no normalidad de los rendimientos de los activos financieros está relacionada con la frecuencia de los datos y aparece cuando utilizamos datos semanales, diarios o incluso intradía. En sentido contrario, la agregación implica normalidad, consecuencia del denominado teorema central del límite, uno de los resultados más importantes de la estadística clásica. Sin embargo, a pesar de que este resultado es bien conocido, muy pocos gestores de carteras lo tienen en cuenta. Esto es sumamente grave, dado que implica que están tomando decisiones considerando un nivel de pérdidas máximas esperadas (conocido como valor en riesgo) mucho menor al que realmente están asumiendo. Esto hace que no cubran adecuadamente sus posiciones de riesgo y que cuando ocurre un shock en bolsa sus pérdidas sean cuantiosas. Si a esto añadimos el problema de riesgo moral de los gestores, cuyos malos resultados son cubiertos por el sector público en caso de quiebra y posible riesgo sistémico, esto nos lleva a una situación en la que nuestros ahorros están sujetos a un enorme riesgo, tal y como puso de manifiesto la crisis de las hipotecas basura, cuyos efectos se han dejado sentir en la economía hasta hace bien poco.
Ante todo esto, ¿qué podemos hacer? En primer lugar, regulación para lograr que las instituciones financieras, especialmente la banca de inversión, midan y controlen el riesgo de sus posiciones, haciendo provisiones adecuadas de capital regulatorio en previsión de posibles pérdidas ocasionadas por eventos extremos del mercado. Estas medidas deben tener en cuenta la ausencia de normalidad de los retornos financieros.
En segundo lugar, debe generalizarse la educación financiera en toda la sociedad, empezando por los colegios e institutos. La gente debe ser consciente de que la rentabilidad a largo plazo de un activo depende de los beneficios esperados, pero también que ésta está inversamente relacionada con el riesgo asumido. Si un activo le ofrece una mayor rentabilidad es porque tiene mayor riesgo, tal y como ocurre normalmente con las inversiones en renta variable en comparación con la renta fija. A corto plazo la rentabilidad de un activo es «casi» impredecible, por mucho que los traders defiendan su gran capacidad como gurús. Si alguien le ofrece oportunidades de rápidas rentabilidades que están fuera de mercado, desconfíe. Recuerde que, como dice el saber popular, ¡nadie da duros a cuatro pesetas (o euros a 90 céntimos)!
Javier es Doctor en Economía y Catedrático de Fundamentos del Análisis Económico. Su experiencia docente se ha centrado principalmente en las áreas de econometría y macroeconomía, y su actividad investigadora en la econometría financiera y la economía experimental. Actualmente es coordinador del Doctorado en Economía en la Universidad de Salamanca y está el Consejo Editorial de PLOS ONE.