M. Isabel González Bravo – ¿Asignatura pendiente?

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¿Asignatura pendiente?

La obligación de emisión de información económico-financiera por parte de las empresas surge de la necesidad de «rendir» frente a terceros, inicialmente los accionistas que asumían el riesgo de la marcha del negocio, en aspectos relacionados con la gestión de los capitales que habían sido cedidos a los gestores. La normalización de la información a lo largo del tiempo suponía el reconocimiento de esa necesidad de garantía de gestión pero, al mismo tiempo, de un compromiso con la seguridad de terceros facilitando la comprensión, la relevancia y la oportunidad de los datos contenidos en lo que, hoy en día, conocemos como los Estados Financieros.

Sin embargo, el proceso de información hacia el exterior podría resultar comprometido desde el momento en el que el emisor de dicha información resultaba a la vez el sujeto sobre el cual se pretendía realizar la labor de control. Es la propia empresa quien elabora la información económico-financiera que se suministra a través de los Estados normalizados y eso puede condicionar la credibilidad sobre el contenido de la misma. La auditoría, como actividad profesional, sirve de garantía precisamente sobre el contenido de la información facilitada por las empresas aportando confianza sobre la misma.

Los auditores, en seguimiento de unas normas vinculadas a la profesión que garantizan la calidad del trabajo realizado, emiten una opinión sobre si la información contenida en las cuentas anuales refleja la imagen fiel del patrimonio, de la situación financiera y de los resultados de la empresa, con referencia a un marco normativo que ha de servir de guía para la elaboración de la misma. Esta expresión de «imagen fiel» que parece acreditar la certeza absoluta sobre los datos económicos y financieros ha de ser tomada dentro del propio concepto que se recoge en la normativa del Plan General Contable aprobado
por Real Decreto 1514/2007 y que presenta los documentos que integran las cuentas anuales así como los requisitos, principios y criterios contables de reconocimiento y valoración que deben conducir, a través de su aplicación, a que las cuentas anuales muestren la imagen fiel del patrimonio, de la situación financiera y de los resultados de la empresa.

La imagen fiel se consolida así como la consecuencia de la aplicación metódica y uniforme de la normativa contable con el objetivo de que la información suministrada pueda ser comprensible y útil para los usuarios que tomen decisiones económicas, pero sobre todo confiable. No supone certeza absoluta de reflejo, sino confianza en lo que se pretende representar y esta confianza se alcanza cuando la aplicación de los requisitos, principios y normas contables permite garantizar la ausencia de errores materiales y de sesgos en la elaboración de la misma.

Bajo estas consideraciones, el informe de auditoría realmente está garantizando que el marco de referencia compuesto por los criterios, principios y normas contables ha sido aplicado adecuadamente en la elaboración de la información suministrada, y esta garantía a su vez está avalada por el hecho de que la aporta un profesional ajeno a la empresa, lo que refuerza la fiabilidad y la ausencia de sesgos declarada por la misma.

En este contexto, donde parece sólido el paraguas garantista de la información compuesto por dos sólidos pilares de control (unos criterios de general aplicación y un proceso de verificación también estricto de dicha aplicación), resultan sorprendentes los sonados escándalos financieros que han afectado a grandes y reputadas empresas y que, en algunos casos, han salpicado a los auditores que llevaban a cabo la revisión de sus cuentas anuales.

A principios de los 2000, el primer escándalo asociado a las grandes auditoras se desató con tal fuerza que supuso la caída y desaparición de una de las que entonces se consideraban las big five: Arthur Andersen. La quiebra de Enron en 2001 enseñó al mundo el complejo entramado de la ingeniería contable a través de prácticas que parecen irrealizables cuando uno tiene enfrente las normas y criterios contables que han de ser aplicados en la elaboración de la información. El gigante, al que muchas empresas envidiaban como ejemplo de gestión e innovación, pasó de mostrarse como una empresa saneada a un auténtico fraude obligada a declararse en concurso cuando las autoridades norteamericanas descubrieron los millones de dólares que estaban escondidos en una, hasta ahora, adecuada contabilidad. La mala praxis articulada por la cúpula de la empresa supone que uno de los dos pilares de control fue obviado deliberadamente por la empresa (emisor de la información), pero ¿qué pasó con el segundo pilar de control? (ese que debe verificar que el primero se ha cumplido). Arthur Andersen, auditora de Enron, fue acusada de ser partícipe del engaño y de estar demasiado comprometida con su cliente al ser al mismo tiempo auditora y consultora de Enron (lo que compromete de forma clara su carácter de independencia). La complicidad de Arthur Andersen en las ilegalidades pareció no tener dudas cuando destruyó miles de documentos. Su procesamiento y, posterior condena por obstrucción a la justicia, le llevó a perder su licencia para el ejercicio de la auditoría. Y así, las big five redujeron su tamaño a big four: KPMG, Deloitte, E&Y y PwC. Las cuatro empresas auditoras que, sólo en España facturan el 76% de todo el sector, que auditan a más del 90% de las empresas cotizadas y que mantienen, en algunos casos, contratos con el mismo cliente desde hace más de 20 años.

Los acontecimientos fomentaron el endurecimiento de las normas y de los controles de su aplicación con el fin de que no volvieran a sufrirse los efectos de un escándalo como el de Enron. Efectos económicos sí, pero también sociales, porque los accionistas de la empresa tuvieron que asistir a una pérdida de valor de sus acciones de cerca del 99% y porque miles de ahorradores habían perdido su inversión. Por eso, a la auditoría se le reconoce esa relevancia pública en la prestación de un servicio no solo a la entidad auditada, sino también a los terceros que mantengan o puedan mantener relaciones con ella.

Han pasado los años desde aquel acontecimiento y no tenemos que irnos muy lejos para descubrir que la credibilidad de la auditoría sigue siendo cuestionada. Casos como el de Bankia, Pescanova, Abengoa y últimamente Banco Popular parece que incitan a entonar un ¿dónde estabais entonces cuando tanto se os necesitó? Estos casos son bastante significativos por la importancia de las empresas a las que afectaron, por las repercusiones que han producido y por los escándalos y efectos asociados a los mismos que han copado titulares de prensa y espacios en los medios informativos. A pesar de que en todos ellos se cuestiona a los auditores, lo cierto es que afectan a la profesión desde distintos puntos de vista.

Una de las garantías de la relevancia pública en la prestación de servicios de auditoría descansa en el carácter de independencia de los auditores respecto de la entidad auditada. La Ley de auditoría no deja lugar a dudas sobre el planteamiento: todo auditor debe abstenerse de actuar cuando su objetividad a la hora de emitir una opinión sobre la información económica y financiera de la empresa pudiera estar comprometida. Este principio general es reforzado al establecerse expresamente una serie de circunstancias que se consideran que amenazan la independencia del auditor, así como una serie de incompatibilidades establecidas por Ley, tanto de carácter personal como de servicios prestados. Este marco establece los límites claros bajo los cuáles el auditor debe valorar su grado de independencia, articular las salvaguardas oportunas si considera que pueda estar amenazada y, en última instancia, abstenerse de la realización del trabajo.

En 2012, Deloitte se negó a avalar las cuentas de Bankia. Estas cuentas fueron posteriormente reformuladas y firmadas por la auditora sin indicar ningún tipo de salvedad. En 2013 el Instituto de Contabilidad y Auditoría de Cuentas (ICAC) inicia una investigación sobre la actuación de Deloitte por un problema asociado a su independencia sobre Bankia. En este sentido, se acusaba a la firma auditora de no auditar con objetividad, de haber facturado por servicios de consultoría adicional una importante cantidad, de que los empleados que realizaban el asesoramiento eran los mismos que auditaron a la entidad financiera y de que el equipo de auditores podría haber participado además en la elaboración de parte de la información que se integra dentro de los Estados Financieros que ellos mismos auditan. Incluso, en el expediente se recoge la posibilidad de que participase en el proceso de toma de decisiones y gestión de la entidad auditada. Estos hechos, constitutivos de una falta total de independencia, podrían haber supuesto no solo una importante multa sino también la retirada de la autorización para el ejercicio de la auditoría, además de las sanciones que se aplicarían al auditor de Deloitte firmante del informe. Finalmente, el expediente se ha resuelto con una sanción económica pero la firma conserva la autorización para continuar con el ejercicio de la profesión.

El caso Enron fue el mayor escaparate de situaciones que se han destapado en otras empresas y que se seguirán, irremediablemente, destapando: el fraude contable y las prácticas de ingeniería contable y financiera. En este ámbito es donde surge una de las mayores controversias y quizá uno de los mayores desconocimientos por parte del mercado respecto a la actividad auditora. ¿Los auditores tienen que descubrir el fraude de la empresa que están auditando? En este sentido, la Ley de auditoría parece dejar las cosas claras: el auditor es responsable de obtener seguridad razonable de que los estados financieros están libres de incorrección material por fraude o error. No es responsable de planificar su trabajo con el objetivo de descubrir el fraude, pero sí lo es de mantener durante su trabajo el escepticismo profesional y de programar las pruebas adecuadas para minimizar la posibilidad de no detectar incorrecciones debidas a fraude. El objetivo de la auditoría no es, por lo tanto, descubrir fraudes, pero sí ha de planificarse de forma adecuada para que, de haberlos y afectar a los datos de los estados financieros, puedan ser detectados. El problema es que en los grandes fraudes empresariales los implicados formanvparte de la cúpula de gestión, suelen acompañarse de planes cuidadosamente organizados y son mucho más difíciles de detectar. Así también lo entiende el auditor de la firma BDO que auditaba las cuentas de Pescanova al declarar, en su defensa, que a un auditor es muy fácil engañarle si la empresa quiere.

BDO era la auditora de Pescanova cuando en 2013 se niega a firmar las cuentas del ejercicio 2012. El Consejo de Administración de la empresa anuncia que la viabilidad de la misma está en dudas y, a partir de ahí, se suceden una serie de acontecimientos que ya se habían conocido en otros escándalos como éste: suspensión de la cotización, declaración de concurso y unas cuentas que reflejaban una alarmante quiebra de una empresa que, hasta hacía meses, no parecía tener problemas para obtener financiación por su solvencia. BDO era la auditora de Pescanova desde 2002. Durante todo el tiempo hasta que su «relación» pareció romperse aquel febrero de 2013 por, según la auditora, no querer entregar la empresa cierta información, los informes habían sido limpios, incluyendo en algún año alguna salvedad, pero sin detectar irregularidades importantes. Sin embargo, solo 5 meses después del inicio, KPMG, encargada del informe forensic, descubrió una quiebra con más de mil millones de desfase en el patrimonio declarado y con una deuda que cuadruplicaba la presentada en las cuentas. KPMG afirmaba la existencia de unas prácticas no fortuitas, conscientemente planificadas, conocidas por determinadas personas de la cúpula directiva y destinadas a falsear las cuentas de la empresa. Era evidente que las cuentas de Pescanova no reflejaban la imagen fiel. Además de la querella contra los auditores por falseamiento de información, presentada por distintos grupos de inversión, el ICAC abrió expediente por incumplimiento de las normas de auditoría respecto a la ausencia de procedimientos que permitan al auditor obtener evidencia respecto a la no existencia de fraude por parte de la dirección. En definitiva, por no realizar bien su trabajo.

En 2015, y tras una revisión a la baja de sus previsionesde generación de caja, Abengoa S.A. suspende su cotización y posteriormente presenta un preconcurso de acreedores. Una agencia de rating, Fitch y la BNP ya habían alertado sobre el excesivo y peligroso endeudamiento real que tenía Abengoa. Efectivamente, la empresa tenía un problema financiero preocupante, con un nivel del endeudamiento cercano al 90% que se iba renovando a base de obtener nueva financiación lo que provocaba además un coste de deuda que empezaba a ser insoportable por sus resultados. Esta situación era claramente evidenciable por cualquier persona que sepa interpretar unos ratios de solvencia, liquidez o endeudamiento. Diversos grupos de inversores presentaron querella contra la auditora, de nuevo Deloitte, por no haber alertado en sus informes, todos ellos limpios, de la delicada situación de la empresa. En este caso, es cierto que los informes pueden contener una opinión limpia si efectivamente la empresa ha aplicado las normas y criterios contables en la presentación de la imagen fiel, independientemente de la «mala situación» que dicha imagen fiel evidencie. La cuestión de fondo es que las normas de auditoría recogen que el auditor deberá introducir, en un párrafo separado de su opinión, aquellas circunstancias que deban ser enfatizadas para una mejor comprensión de la realidad que se está mostrando, en lo que se conoce precisamente como párrafo de énfasis. En aquellos momentos, el párrafo de énfasis permitía, por ejemplo, recoger aquellas situaciones en las que la continuidad de la empresa pudiera estar amenazada. No fue hasta días antes de su declaración de preconcurso cuando la auditora, ahora sí, decidió incluir un párrafo en el que indicaba que había cuestiones indicativas de la existencia de incertidumbre que podría generar dudas significativas sobre la capacidad de la empresa para continuar en el mercado; pero, en opinión de muchos, llegaba demasiado tarde.

Los casos planteados son muy significativos y contienen los suficientes argumentos para entender por qué la credibilidad de la auditoría se sigue cuestionando, pero lo cierto es que no sería justo para el resto del mercado, para el resto de trabajos realizados adecuadamente por empresas auditoras y despachos profesionales mucho menos importantes en tamaño, y que aportan garantías a la cantidad de información suministrada por las empresas que se utiliza de forma continua para tomar decisiones económicas. Es cierto que los casos presentados han sido muy mediáticos; justo reconocer también que lo han sido por las repercusiones sociales que de ellos se han derivado.

En el fondo, tanto por la parte de las empresas como por la parte que pudiera afectar a las empresas auditoras involucradas, se trata de una cuestión de profesionalidad, o mejor dicho, de ética. EL fraude, en cualquiera de sus vertientes, necesita de la intención de y de la posibilidad para. La posibilidad de mala praxis puede ser más o menos controlada; la intención es inherente a la base y al comportamiento ético del individuo. La ética en los negocios, en la empresa, quizá es una competencia que hemos dejado un poco de lado en la formación universitaria y considero que es fundamental. En este sentido, en la asignatura de Auditoría no solo aprenden cuestiones relacionadas con la práctica de la actividad auditora, el marco normativo que regula la profesión, algunos de los procedimientos para buscar evidencia que sustente su opinión… Durante todas las sesiones se intenta que no pierdan la orientación fundamental de la auditoría: relevancia pública al servicio de aquellos que toman decisiones económicas. Es una cuestión fundamental, que marca el desarrollo de la asignatura, que los estudiantes asimilen la necesidad de mantener la ética profesional, la objetividad y la independencia con el objetivo básico de minimizar el riesgo de auditoría: Emitir una opinión limpia cuando las cuentas anuales presentan incorrecciones materiales por fraude o error y esto pueda suponer perjuicios para aquellos que confían en la información para tomar sus decisiones.

 

Maribel es Doctora en Ciencias Económica y Empresariales y Profesora Titular de Economía Financiera y Contabilidad. Miembro del Instituto de Estudios Sociales en Ciencia y Tecnología, es especialista en Gestión de la Ciencia y la Tecnología, Cultura Científica Empresarial y Crisis Empresarial. En la actualidad es Vicedecana de Docencia en la Facultad de Economía y Empresa de la Universidad de Salamanca.